La Barca de Calderón
23 de diciembre de 2015
Al cumplirse un año de la dura, triste y larga partida al mundo de lo insondable, del exministro y parlamentario conservador caldense Rodrigo Marín Bernal, nos parece procedente rescatar esta columna que publicó en el momento del duelo el periodista Orlando Cadavid Correa, en el diario La Patria y en el portal de Eje 21.
Vidas paralelas de Marín
Bernal y Calderón Rivera
Idénticas, como un par de gotas de agua, fueron las vidas paralelas de dos caldenses ejemplares que cerraron casualmente sus ciclos vitales en el año que acaba de concluir.
Sin haberse puesto de acuerdo, ambos fallecieron en Bogotá, tras largas agonías, aunque merecían la muerte del justo, sin sufrimientos. Primero partió Mario Calderón Rivera, el 5 de enero de 2014. Después se fue Rodrigo Marín Bernal, el 30 de diciembre de 2014.
Los dos hijos de la comarca (nacidos entre 1932 y 1933) se doctoraron en claustros bogotanos, lejos de sus pagos geográficos. El neirano Calderón se graduó en la Universidad Javeriana. El villamariano Marín egresó de la Universidad Nacional. Eran caballeros de gran estatura física e intelectual y amenos conversadores.
En sus inicios profesionales, en el altiplano cundiboyacense, mientras el doctor Mario se estrenaba como secretario del consejo de ministros del presidente Alberto Lleras Camargo, el doctor Rodrigo hacía su debut en el cargo de contralor distrital de Bogotá.
La talentosa dupleta militó desde el bachillerato manizaleño, en el Colegio de Nuestra Señora y en la Escuela Apostólica de Santa Rosa, en las briosas juventudes conservadoras laureanistas (las de la pura doctrina) que combatieron con sus aceradas plumas toledanas, desde la clandestinidad, a través del mimeógrafo, la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, representada en Caldas por los coroneles Gustavo Sierra Ochoa y Daniel Cuervo Araoz. El binomio conspirador les quitaba el sueño a los gobernadores de charreteras que mandaban a sus anchas desde el céntrico Palacio Amarillo.
Calderon, como su jefe Alvaro Gómez, no fue ministro. En cambio, su aliado de toda la vida, Marín, lo fue en cuatro oportunidades: fue ministro de Trabajo de Turbay; ministro de Desarrollo de Belisario, y con Samper estuvo en las carteras de Desarrollo (otra vez) y de Transporte. Después recaló en Madrid como embajador en España. Cada que quiso fue senador de la república y de los buenos.
El de Neira se aquerenció en la presidencia del Banco Central Hipotecario, donde cumplió una gestión memorable. Antes de retornar a su terruño natal, a oficiar como presidente ejecutivo de la Cámara de Comercio de Manizales, actuó como embajador en Grecia.
Tuvieron tantas coincidencias que cada uno amó a una sola mujer. Marín vivió locamente enamorado de la rubia Ana Cecilia Quiroz, Nannie, la bella candidata de su natal Costa Rica, desde cuando le tocó servirle como edecán en el Reinado Internacional del Café, en el marco de una de las primeras ferias de Manizales. La feliz pareja se casó después de mucho ires y venires. Calderón contrajo nupcias con la dama bogotana Edna Luz Acevedo, estudiante de periodismo y literatura de la que se prendó desde los claustros javerianos. El noviazgo nació en la boda del ex ministro Hernando Gomez Otálora y Marta Lucía Restrepo
Los dos detestaron las prácticas corruptas. No se enriquecieron con la política, como otros. El pensador que partió dos días después de haber cumplido 81 años tuvo entre sus mejores amigos al ex presidente de la Andi, Fabio Echeverri Correa y al ex gobernador Emilio Echeverri Mejía.
El ministro Marín –como lo llamó siempre su copartidario Alcibiades Díaz Aristizábal— tenía un gran sentido del humor: Nos invitó una tarde a William Calderón y al autor de estas remembranzas a una corrida a beneficio de los damnificados por el invierno, en la que Pepe Cáceres se enfrentaba, íngrimo, en la Monumental de Manizales, a un encierro de Dos Gutiérrez. El jefe del laureanismo se salió de la plaza después de la lidia del primer burel, decepcionado con el espectáculo, pues creía que el torero tolimense se le mediría de una sola vez y no de uno en uno a los seis astados de la famosa dehesa.
Los admiradores del dueto creen que debió haber sido de película el reencuentro de estos grandes amigos en ese más allá que unos poetas llaman cielo y otros el éter o la bóveda celeste.
La apostilla: Como era casi imposible escapar a esta costumbre juvenil, cada uno cargaba su apodo desde la enseñanza secundaria, durante el “azucenaje”: a Calderón Rivera lo llamaban “Guascalarga” porque era tan patón que calzaba del número 43 en adelante. A Marín Bernal, entre tanto, lo apodaban ”Telescopio” porque llevaba permanentemente unos enormes lentes de carey que estaban de moda en aquella época. También le decían “El Ronco” por su chorro de voz.